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A medida que se encallecían las pupilas de Carvalho, empezaron a espaciarse las huidas hacia el sur o quizá las muchachas se habían hecho mujeres rosas de Alejandría, coloradas de noche, blancas de día, sin apenas tiempo para el orgasmo de escapada entre dos citas, dos tiendas, dos explicaciones. Pero Carvalho tendía a cargar con toda la responsabilidad de la última larga ausencia de siete años y de su complicidad en la muerte del horizonte, emparedado por los bloques de apartamentos que amurallaban el Mediterráneo desde Rosas a Marbella. Se detuvo en Benicasim, muerto de tristeza y con presentimiento de cansancio y de noche, para contemplar los torreones que descendían hacia la Plana, rascaleches más altos que cerros, tapiados mares. La alta autopista le permitía comprobar la destrucción del horizonte marino entre la consolación de os naranjales indestructibles por su propia conciencia de rendimiento. El hombre sólo respeta lo que le enriquece. Pero también es capaz de cultivar flores que no se come ni vende o de amar animales a los que no teme ni devora, de alimentar palomas urbanas, gatos callejeros o cegar canarios para que canten creyendo que han nacido para cantarle y no para ver cara a cara el riesgo de la libertad. Si poseyera el don del lenguaje, se dijo Carvalho, escribiría poemas y libros de filosofía, de pequeña filosofía, de filósofo de café en un mundo en el que ya no quedaban cafés.
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Extracto de PÁJAROS DE BANGKOK, de Vázquez Montalbán.
Pepe Carvalho es un el personaje de Manuel
Vázquez Montalbán, un huelebraguetas sin
licencia, que quema libros que leyó hace
demasiado tiempo, que cocina como los ángeles
y tiene el corazón arrugado como se arruga
la primera plana de un periódico en agosto.